¿Qué es el Modelo Parcuve?
La importancia del cuidado primario en el desarrollo emocional
El vínculo temprano con los cuidadores es crucial para el desarrollo de los mamíferos y aves. A diferencia de los reptiles, esta relación no solo implica alimentación, sino también aprendizajes fundamentales para la vida adulta, como la capacidad de reproducción. En estudios de primates, se ha observado que la falta de contacto materno genera dificultades para formar vínculos con su progenie más adelante (Hart, 2011).
Sin cuidados, una cría estaría condenada a la muerte en condiciones naturales. El contacto físico y la atención de la madre son esenciales para un desarrollo cerebral saludable.
El cerebro de los cachorros está vinculado a un circuito de cuidado y otro de pánico/separación, que se activa cuando falta este cuidado (Panksepp, 2004, 2009). La ausencia de atención provoca ansiedad y comportamientos relacionados con la lucha/huida o la disociación, dependiendo de la intensidad de la amenaza.
Estos circuitos están basados en mecanismos primitivos de miedo y dolor compartidos por los vertebrados, y son responsables de activar emociones complejas como el miedo, la ira, la culpa y la vergüenza (Panksepp, 2004, 2009; Panksepp y Biven, 2012).
El miedo y su impacto en el apego
El miedo puede generar un “síndrome de Estocolmo afectivo” en los niños, ya que les impide procesar lo vivido y afecta la construcción de su mapa emocional y cognitivo (López, 2008). Esto provoca cambios en su forma de relacionarse con los cuidadores y, si el miedo es extremo, puede desencadenar una disociación traumática (Panksepp, 2004).
El miedo, aunque desagradable, cumple una función protectora. Afecta tres niveles (ver esquema):
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Nivel somático: El cuerpo responde con cambios fisiológicos como taquicardia y tensión muscular, y guarda memoria somática para futuras alertas (Damasio, 2011; Scaer, 2014). En casos graves, puede haber disociación somática (Nijenhuis, 2000).
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Nivel emocional: La activación del miedo afecta las emociones, aumentando su intensidad y dificultando su regulación.
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Nivel cognitivo: Las experiencias de miedo se almacenan en la memoria implícita. Esto puede llevar a ansiedad anticipatoria (preocupación por lo que podría ocurrir) o culpa (revivir eventos pasados).
El tipo de apego en la infancia influye en cómo enfrentamos los retos en la vida adulta. El miedo es responsable de la formación de apego y las estrategias de afrontamiento que adoptamos:
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Tipo A (Apego evitativo): Prefieren el control y evitan la cercanía emocional. Tienden a suprimir sus emociones.
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Tipo C (Apego ambivalente): Buscan conexión emocional constante y se sienten incómodos con ella. Experimentan emociones intensas.
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Tipo D (Apego desorganizado): Alternan entre cercanía y alejamiento, sin aliviar el malestar. Son incapaces de regularse emocionalmente.
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Tipo B (Apego seguro): Tienen un equilibrio entre la cognición y las emociones, lo que les permite enfrentarse al estrés de manera adaptativa.
El tipo de apego que se desarrolla en la infancia condiciona cómo enfrentamos el estrés en la vida adulta (ver esquema).
La rabia y su impacto en el apego
La rabia, especialmente en niños separados de sus padres, es una reacción común hacia los cuidadores. Según Bowlby (1985), esta hostilidad refleja un reproche por no haber estado presentes cuando más se les necesitaba. Incluso en casos de pérdida permanente, como la muerte, la ira sigue siendo una expresión del duelo incompleto, ya que inicialmente la persona no acepta la pérdida como irreversible.
Se identifican dos tipos de rabia (Hart, 2011; Schore, 2001):
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Rabia agresiva: Modulada por la amígdala y el sistema simpático, se expresa como agresividad intensa (gritos, peleas). Es más común en individuos con apego tipo C (ambivalente) y, en casos extremos, puede derivar en una personalidad antisocial.
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Rabia calmada: Regida por el hipotálamo y la rama parasimpática, se muestra de manera controlada y fría, con síntomas como bradicardia y baja ansiedad. Es frecuente en individuos con apego tipo A (evitativo), y puede estar asociada a trastornos somáticos como el colon irritable.
Los individuos con apego ansioso (Tipo C) muestran rabia de forma desmedida sin poder controlar cuándo o cómo expresarla. Los de apego desorganizado (Tipo D) alternan entre rabia excesiva y una indiferencia patológica debido a disociaciones emocionales.
La rabia puede oscilar entre dos extremos: en uno, se inhibe completamente, incluso los individuos pueden no sentirla, dirigiéndola hacia sí mismos como autocrítica. En el otro extremo, se expresa constantemente hacia el exterior, pudiendo generar conductas antisociales.
El modelo PARCUVE® conecta emociones primarias como el miedo y la rabia con las emociones secundarias que dan lugar a patologías. La interacción entre la mente y el cerebro genera ansiedad y malestar, y las estrategias para evitarlo, como las adicciones o los trastornos de la conducta, pueden convertirse en patologías permanentes. Este modelo también explica cómo la ruptura en las relaciones de apego desencadena una serie de emociones (miedo, rabia, culpa, vergüenza) como mecanismos de regulación para intentar recuperar el control.
La neuroplasticidad cerebral, especialmente en niños y adolescentes, puede empeorar estos procesos emocionales, convirtiéndolos en patrones patológicos que perduran a lo largo de la vida.
La vergüenza y su impacto en el apego
La vergüenza y la culpa son emociones autoevaluativas, universales en los seres humanos (Etxebarria, 2003). La vergüenza regula el comportamiento frente a los demás, inhibiendo emociones y acciones negativas. Sus causas varían según factores personales, religiosos y culturales.
La vergüenza aparece en los primeros años de vida, especialmente en relación con los cuidadores, como una respuesta del parasimpático para inhibir comportamientos erróneos (Schore, 1994; Nathanson, 1992). Los padres, al regañar de forma controlada, generan en los niños una sensación de vergüenza con el fin de corregir conductas peligrosas o inapropiadas. Estos recuerdos de inhibición, si son recurrentes, se almacenan como memoria somática.
En un apego seguro (Tipo B), las rupturas momentáneas del vínculo permiten aprendizaje y autonomía, favoreciendo la regulación emocional en ausencia de los cuidadores.
En un apego evitativo (Tipo A), el niño inhibe sus deseos para cumplir con lo que cree que esperan los padres. Este patrón puede llevar a problemas como enfermedades somáticas, ansiedad o conductas compulsivas en la adultez, debido a la disociación de sensaciones emocionales.
En el apego ansioso (Tipo C), la dominancia de áreas subcorticales genera una persona emocionalmente reactiva, que basa su conducta en sus sensaciones y está permanentemente activada. Estas personas pueden desarrollar trastornos de pánico, bulimia, ansiedad generalizada o depresión.
Los niños que experimentan inversión de roles, negligencia o abandono viven constantemente bajo una alta ansiedad, preocupados por el bienestar de los demás. Esto les genera dificultades para explorar el mundo y relacionarse sin miedo al rechazo. A medida que crecen, pueden volverse fríos y poco emocionales, incapaces de tolerar la vergüenza.
Estos individuos, al igual que los cuidadores compulsivos, muestran rabia externa, buscando que los demás se ajusten a sus deseos. La ansiedad, en estos casos, no se reconoce, y cuando aparece, es intolerable.
En los casos extremos, los niños desarrollan patrones de personalidad para tolerar la vergüenza: pueden evitar conflictos a toda costa o, por el contrario, volverse completamente indiferentes a cómo se sienten los demás. En un equilibrio sano, esta vergüenza se maneja de manera egoísta, cuidándose uno mismo sin dejar de atender a las necesidades de los demás.
La culpa y su relación con la vergüenza
La culpa está estrechamente relacionada con la vergüenza, pero difiere en su proceso. Mientras que la vergüenza requiere la mirada de otra persona (o la imaginación de cómo los demás nos ven), la culpa es un proceso interno reflexivo, relacionado con el lenguaje y la forma en que nos hablamos a nosotros mismos. Según estudios, cuando experimentamos culpa, solo se activa el hemisferio derecho del cerebro, mientras que la vergüenza activa el cuerpo calloso, lo que implica una conexión entre lo emocional y lo verbal (Neborsky, 2001).
La culpa surge cronológicamente después de la vergüenza y cumple también una función socializadora. En casos de rupturas frecuentes o amenazadoras en el vínculo de apego, las sensaciones de vergüenza y miedo generan malestar, lo que lleva al niño a revisar su comportamiento para evitar futuras situaciones de malestar. Si este proceso se repite con demasiada frecuencia, puede codificarse en la memoria implícita como pensamientos constantes de culpa y autocondena (Ginot, 2015).
Para aliviar la culpa y recuperar el control, el niño usa estrategias cognitivas, a diferencia de la vergüenza, que se alivia mediante respuestas somáticas. El vínculo de apego, como vimos en el capítulo anterior, debe mantenerse por encima de todo para evitar la activación del circuito de pánico por separación. Así, cuando el niño experimenta malestar relacionado con los cuidadores, se generan pensamientos de culpa y baja valía. Durante la pubertad, esta culpa puede permanecer hacia uno mismo o trasladarse hacia los demás, responsabilizándolos de los fracasos propios.
Dependiendo de las circunstancias y en un continuo dimensional, las personas que experimentan mucha culpa pueden adoptar dos tipos de personalidad opuestos: perfeccionistas o indolentes.
Conclusiones
La terapia efectiva requiere que el terapeuta actúe como una figura de apego segura para la persona que confía en él, especialmente si esa figura estuvo ausente durante momentos cruciales de su vida. A veces, el proceso terapéutico puede ser breve, pero en otras ocasiones, será necesario un largo período para sanar las heridas emocionales. En todos los casos, la seguridad emocional es esencial, ya que sin ella no habrá progreso en la terapia.
Es fundamental entender que las heridas emocionales, que a menudo se originan por la falta de seguridad, no pudieron sanar por sí solas, lo que llevó al desarrollo de mecanismos de regulación que con el tiempo se transformaron en patologías. El terapeuta, a través de su presencia física y emocional, es quien puede crear el ambiente seguro necesario para tratar emociones como la ira, la culpa y la vergüenza sin temor. Este proceso resalta la importancia de la conexión emocional, como se ejemplifica en el dicho de Barrio Sésamo: «Solo no puedes, pero con amigos sí».
El modelo PARCUVE® describe cómo la neurobiología y el apego influyen en los trastornos psicológicos, abarcando tanto los trastornos del eje I como del eje II del DSM V. Este modelo explica cómo las rupturas en los vínculos de apego activan el circuito del pánico, un proceso que puede ser desencadenado por pérdidas reales o imaginarias, como la muerte o una depresión materna.
Este circuito está basado en un sistema más primitivo, relacionado con el miedo y el dolor, lo que provoca sensaciones de ansiedad y malestar físico. Paralelamente, se activa el circuito de la rabia, que puede manifestarse como frustración o impotencia. Estas respuestas emocionales son universales en los mamíferos, pero en los seres humanos se añaden dos emociones secundarias de origen social: la culpa y la vergüenza.
La culpa, que aparece alrededor de los 4-5 años, está vinculada al lenguaje y ayuda a reflexionar sobre los errores. La vergüenza, por otro lado, es anterior al lenguaje y se experimenta como una emoción somática. Ambas emociones cumplen funciones sociales esenciales, pero cuando se experimentan de forma patológica pueden generar un sufrimiento profundo.
Desde la infancia, las personas desarrollan estrategias para evitar las sensaciones de malestar asociadas a la culpa y la vergüenza: algunas se vuelven perfeccionistas o indolentes para evitar la culpa, mientras que otras adoptan roles de cuidadores o narcisistas para no sentir vergüenza.